Mensaje de SS Benedicto
XVI
A la XII Asamblea
General de la Academia Pontificia para
la Vida
27
de febrero de 2006
Venerados
hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres
señores y señoras:
Dirijo
a todos mi saludo deferente y cordial con ocasión de la asamblea general de la
Academia pontificia para la vida y del congreso internacional,
recién iniciado, sobre "El embrión humano en la fase de preimplantación". De
modo especial, saludo al cardenal Javier Lozano Barragán, presidente
del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, así como a monseñor Elio
Sgreccia, presidente de la Academia pontificia para la vida, al que agradezco
las amables palabras con las que ha puesto de relieve el interés particular de
las temáticas que se afrontan en esta circunstancia, y saludo al cardenal
electo, Carlo Caffarra, amigo desde hace mucho tiempo.
En
efecto, el tema de estudio elegido para vuestra asamblea, "El embrión humano en
la fase de preimplantación", es decir, en los primeros días que siguen a la
concepción, es una cuestión sumamente importante hoy, tanto por sus evidentes
repercusiones sobre la reflexión filosófico-antropológica y ética como por sus
perspectivas de aplicación en el ámbito de las ciencias biomédicas y jurídicas.
Se trata, indudablemente, de un tema fascinante, pero difícil y arduo, dada la
naturaleza tan delicada del asunto en cuestión y la complejidad de los problemas
epistemológicos que conciernen a la relación entre la constatación de los hechos
en las ciencias experimentales y la consiguiente y necesaria reflexión sobre los
valores en el ámbito antropológico.
Como
se puede comprender bien, ni la sagrada Escritura ni la
Tradición cristiana más antigua pueden contener exposiciones explícitas sobre
vuestro tema. Sin embargo, san Lucas, al narrar el encuentro de la Madre de
Jesús, que lo había concebido en su seno virginal hacía sólo pocos días, con la
madre de Juan
Bautista, ya al sexto mes de embarazo, testimonia la presencia
activa, aunque escondida, de dos niños: "Cuando oyó Isabel el saludo de
María, saltó de gozo el niño en su seno" (Lc 1, 41). San Ambrosio comenta:
Isabel "percibió la llegada de María, y él (Juan) la llegada del Señor; la
mujer, la llegada de la mujer; el niño, la llegada del Niño" (Comm. in Luc., 2, 19.
22-26).
Con todo, aunque falten enseñanzas explícitas sobre los
primeros días de vida de la criatura concebida, es posible encontrar en
la sagrada
Escritura indicaciones valiosas que despiertan sentimientos de
admiración y aprecio del hombre recién concebido, especialmente en quienes, como
vosotros, se proponen estudiar el misterio de la generación humana. En efecto,
los libros sagrados quieren mostrar el amor de Dios a cada ser humano aun antes
de su formación en el seno de la madre. "Antes de haberte formado yo en el seno
materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado" (Jr 1, 5), dice Dios al profeta Jeremías.
Y el salmista reconoce con gratitud: "Tú has creado mis entrañas, me has
tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido
portentosamente, porque son admirables tus obras; conocías hasta el fondo de mi
alma" (Sal 139, 13-14). Estas
palabras adquieren toda su riqueza de significado cuando se piensa que Dios
interviene directamente en la creación del alma de cada nuevo ser humano.
El
amor de Dios no hace diferencia entre el recién concebido, aún en el seno de su
madre, y el niño o el joven o el hombre maduro o el anciano. No hace diferencia,
porque en cada uno de ellos ve la huella de su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26). No hace diferencia, porque en
todos ve reflejado el rostro de su Hijo unigénito, en quien "nos ha elegido
antes de la creación del mundo (...), eligiéndonos de antemano para ser sus
hijos adoptivos (...), según el beneplácito de su voluntad" (Ef 1, 4-6). Este
amor ilimitado y casi incomprensible de Dios al hombre revela hasta qué punto la
persona humana es digna de ser amada por sí misma, independientemente de
cualquier otra consideración: inteligencia, belleza, salud, juventud,
integridad, etc. En definitiva, la vida humana siempre es un bien, puesto que
"es manifestación de Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su
gloria" (Evangelium
vitae, 34).
En
efecto, al hombre se le dona una altísima dignidad, que tiene sus raíces en el
íntimo vínculo que lo une a su Creador: en el hombre, en todo hombre, en
cualquier fase o condición de su vida, resplandece un reflejo de la misma
realidad de Dios. Por eso el Magisterio de la Iglesia ha proclamado
constantemente el carácter sagrado e inviolable de toda vida humana, desde su
concepción hasta su fin natural (cf. ib.,57).
Este juicio moral vale ya al comienzo de la vida de un embrión, incluso antes de
que se haya implantado en el seno materno, que lo custodiará y nutrirá durante
nueve meses hasta el momento del nacimiento: "La vida humana es sagrada e inviolable
en todo momento de su existencia, también en el inicial que precede al
nacimiento" (ib.,
61).
Queridos
estudiosos, sé bien con cuáles sentimientos de admiración y de profundo respeto
por el hombre realizáis vuestro arduo y fructuoso trabajo de investigación
precisamente sobre el origen mismo de la vida humana: un misterio cuyo
significado la ciencia será capaz de iluminar cada vez más, aunque es difícil
que logre descifrarlo del todo. En efecto, en cuanto la razón logra superar un
límite considerado insalvable, se encuentra con el desafío de otros límites,
hasta entonces desconocidos. El hombre seguirá siendo siempre un enigma profundo
e impenetrable. Ya en el siglo IV, san Cirilo de Jerusalén hacía la siguiente
reflexión a los catecúmenos que se preparaban para recibir el bautismo:
"¿Quién es el que ha preparado la cavidad del útero para la procreación de los
hijos?, ¿quién ha animado en él al feto inanimado? ¿Quién nos ha provisto de
nervios y huesos, rodeándonos luego de piel y de carne (cf. Jb 10, 11) y, en cuanto el niño ha
nacido, hace salir del seno leche en abundancia? ¿De qué modo el niño, al
crecer, se hace adolescente, se convierte en joven, luego en hombre y, por
último en anciano, sin que nadie logre descubrir el día preciso en el que se
realiza el cambio?". Y concluía: "estás viendo, oh hombre, al artífice;
estás viendo al sabio Creador" (Catequesis
bautismal, 9, 15-16).
Al
inicio del tercer milenio, siguen siendo válidas estas consideraciones, que más
que al fenómeno físico o fisiológico se refieren a su significado antropológico
y metafísico. Hemos mejorado enormemente nuestros conocimientos e identificado
mejor los límites de nuestra ignorancia; pero, al parecer, a la inteligencia
humana le resulta demasiado arduo darse cuenta de que, contemplando la creación,
encontramos la huella del Creador. En realidad, quien ama la verdad, como
vosotros, queridos estudiosos, debería percibir que la investigación sobre temas
tan profundos nos permite ver e incluso casi tocar la mano de Dios. Más allá de
los límites del método experimental, en el confín del reino que algunos llaman
meta-análisis, donde ya no basta o no es posible sólo la percepción sensorial ni
la verificación científica, empieza la aventura de la trascendencia, el
compromiso de "ir más allá".
Queridos
investigadores y estudiosos, os deseo que logréis cada vez más no sólo examinar
la realidad objeto de vuestros esfuerzos, sino también contemplarla de modo tal
que, junto con vuestros descubrimientos, surjan además las preguntas que llevan
a descubrir en la belleza de las criaturas el reflejo del Creador. En este
contexto, me complace expresar mi aprecio y agradecimiento a la Academia
pontificia para la vida por su valioso trabajo de "estudio, formación e
información", del que se benefician los dicasterios de la Santa Sede, las Iglesias locales y
los estudiosos atentos a todo lo que la Iglesia propone en el campo de la
investigación científica y sobre la vida humana en su relación con la ética y el
derecho.
Por
la urgencia y la importancia de estos problemas, considero providencial la
institución por parte de mi venerado predecesor Juan Pablo II de este organismo.
Por tanto, a todos vosotros, presidencia, personal y miembros de la Academia
pontificia para la vida, deseo expresaros con sincera cordialidad mi cercanía y
mi apoyo. Con estos sentimientos, encomendando vuestro trabajo a la protección
de María, os imparto a todos la bendición apostólica.